15 abril 2010

¿Por qué tantas empresas de Aragón se llaman El Pilar, Moncayo, Ebro, Goya?


¿Por qué defendemos el Ebro más allá de su consideración como recurso hídrico?

¿Por qué, siendo anticlericales, participamos con el tambor en Samana Santa?

¿Por qué, incluso sin ser creyentes, podemos partir la cara a quien insulte a la Virgen del Pilar en la Romareda?

¿Por qué hacemos fotos a nuestros hijos, como lo hicieron nuestros abuelos con nosotros, en el caballito de Rallo junto a la Lonja?

Hay otras razones además de las económicas o sociales en cualquier proyecto humano.

Quien se sumerja en cualquiera de nuestras ciudades se encontrará con un laberinto de mitos -cristalización esencial de conceptos misteriosos que la razón no alcanza a explicar-, de sensaciones, de imágenes, de olores, de intuiciones, de presentimientos y de emociones difíciles de codificar y expresar pero que subyacen en el substrato arcáico de la cultura mediterránea. Nuestras ciudades tienen un profundo sentido estético y simbólico que debe tenerse en cuenta para no perder la herencia cultural que las hace únicas, tremendamente ricas e irrepetibles en el mundo.

Al tratarse de intangibles como actitudes, creencias, esquemas culturales, valores simbólicos, éticos, estéticos, afectivos y de identidad, modos de vida,... en su análisis no pueden aplicarse, casi nunca, técnicas objetivas o cuantitativas y resultan difíciles de medir y comunicar de modo operativo. Sin embargo, como preconiza el Programa MaB de la UNESCO, son precisamente estas nociones las que hay que comprender mejor si se quiere una transformación, un verdadero cambio, que permita construir una ciudad saludable y apacible.
Con crisis o sin crisis, con dificultades o en la euforia, estos temas siguen condicionando nuestra forma de entender la ciudad y encarar el futuro.

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