11 diciembre 2012

María “la Malejanera”.


No había viviendas disponibles en aquel pueblo olvidado. Pero el Rufo se mudó y la joven pareja pudo alquilar y acomodarse en la vieja casa que crujía cuando soplaba el cierzo junto al camino de los Esterrales. Sin más reformas que un encalado, pronto recibió al primer pequeño que llenó de ilusiones aquel rincón.
Al poco, la casa se puso en venta pero la j
oven pareja no podía comprarla. Lo hicieron unos familiares próximos que se apresuraron a reformarla. La joven pareja y su niño de meses no tenía dónde ir. La mujer estaba de nuevo embarazada. Las obras comenzaron y un día de noviembre, al volver a casa, la joven pareja y su hijo se encontraron sin escalera y sin ventanas. Se refugiaron en un cuarto cubriendo el hueco de las ventanas y la puerta con las mantas de las olivas y sacos de paja. p
Protegida por su marido, la embarazada tenía que subír y bajar con su hijo en brazos por una escalera de madera. La joven pareja con un niño y esperando otro, no tenían donde ir.
La mujer embarazada cocinaba junto al camino en una hoguera apoyando los pucheros en unas piedras. Y así llegó diciembre.
Mientras los parientes seguían con las obras de la casa, incómodos con la situación crecían en indignación e instigaban a la joven pareja para que se marchasen. Pero no tenían donde ir. No había casas en aquel pueblo olvidado que miraba a otra parte cuando pasaba por el camino de los Esterrales y murmuraba en el lavadero.
Un día María “la Malejanera”, la mujer de Germán, pasó por allí y vio a la joven mujer embarazada y con su niño de catorce meses, se enterneció y dijo a la mujer: Ven a mi casa, hija mía.
El día de la Inmaculada de 1954, la joven pareja y su hijo pudieron trasladarse en alquiler a un piso del conde que había quedado libre en el antiguo cuartel.
En aquel pueblo olvidado, María “la Malejanera” fue el anónimo ángel del portal en aquel belén del Moncayo que me hiela el alma.

La enorme sonrisa blanca

 

Una pareja de conocidos vienen de misa. Están jubilados y pasan mitad de año en el pueblo y el invierno en Zaragoza. Les hace parar el extraño comportamiento de dos individuos ante el cajero automático de una de esas entidades “modelo” que se han ido a pique y que nos toca reflotar a golpe de recortes.
-Mira –me dicen- esos tipos deben estar robando ¿Qu
é hacemos?
-Déjalos –les respondo con ironía para quitar importancia-, quien roba a un ladrón….
Los individuos se alejan.
-Ay! –exclama ella- se nos está llenando el barrio de gente de esa. Ésto va a peor, nos quitan el trabajo, son delincuentes… A veces, cuando veo que vienen mujeres embarazadas y niños en esas pateras… le pido a Dios que hunda las barcas antes de llegar a la costa y que nos dejen en paz.
-Eso, eso... -interviene él- ellos vienen en pateras y nos echarán y tendremos que irnos a nado.
Reconozco que me dejaron noqueado, no pude articular palabra, mi respuesta hubiera sido demasiado grosera, me fui aturdido... y subí a casa. Entonces advertí en el ascensor la presencia de un guapo muchacho negro que con acento cubano y una enorme sonrisa blanca me preguntó:
-¿A qué piso va?

El racimo de la muerte.


En aquella ciudad que sesteaba a la orilla del Ebro se instaló en 1943 la sede y centro de producción de una empresa que fabricaba bombas y lanzadores de cohetes con los que se equipaban las fuerza
s armadas de países de todo el mundo. Uno de sus productos, tristemente célebre, eran las bombas de racimo.
Pero resultó que en el año 2009 aquel país firmó un convenio internacional en Dublín contra esas bombas, y desde ese momento dejó de comprarlas. Entonces el comerciante de las bombas racimo denunció al gobierno por dejar de comprar esas armas. Más tarde hubo un cambio de gobierno y el comerciante, transmutado en ministro, pagó a su antigua empresa la indemnización correspondiente, 40 millones de euros.
Y aquella ciudad se avergonzó e, impotente, lloró.

Martín el verdulero



Paco vivía desde hace 25 años en Zaragoza completamente impermeable a la ciudad, él era un hombre de campo. En cuanto podía escapaba del asfalto y se iba a conocer los barrios rurales y pequeños pueblos del entorno.
En María de Huerva se encontró con Martín. Hacía tiempo que no se veían, se saludaron, recordaron tiempos y se fueron poniendo al día de sus and
anzas. Martín tenía un pequeño puesto de verduras en el mercado y Paco que adoraba las borrajas y las frutas había sido su cliente durante años.
Al jubilarse, Martín traspasó el puesto, vendió el piso de Zaragoza y se marchó a vivir a su casita de María de Huerva. Aquel capitalito lo invirtió en el pago de la entrada de cinco chalets adosados y en el pago mensual de las hipotecas correspondientes. Así aguantó año y medio y luego, aprovechando un buen momento, los vendió de nuevo. En la operación ganó 25 millones de pesetas (Paco y Martín siempre hablaban de pesetas cuando se trataba de cifras gordas).
Martín le decía a Paco:
-Fíjate, en año y medio y jubilado, sin dar un palo al agua, he ganado más que en toda mi vida levantándome siempre a oscuras para comprar en el Mercazaragoza y luego despachar la mercancía a cuarto y mitad durante todo el día.
Paco le felicitó, se despidió y caminó sin decir nada durante mucho rato. Su mujer, extrañada de su silencio, le preguntó:
-¿Qué piensas, Paco? Vaya con el Martín ¡Este sí que es listo!...
Pero el hombre de pueblo no entendía aquellas economías. ¿Cómo puede uno hacerse rico sin producir nada?. Y mientras paseaba aquellos pensamientos permanecía callado, mirando al suelo…
-¿Has pensado, Cristina, de donde ha salido el dinero que ha ganado Martín? –le preguntó a su mujer-
-De la venta de los chalets… ¿De dónde va a venir? -respondió con presteza la mujer- Martín ha hecho una operación financiera… Tú no sabes de eso!
-Ya, pero… ¿Quién ha pagado esa diferencia… lo que ha ganado Martín?
-Toma, pues los que han comprado!
-Y ¿quiénes son los que han comprado? Supongo que serán parejas jóvenes que buscan casa y se meten en hipotecas de esas que dan ahora y pagas en 40 años… ¡Maldita economía moderna que para hacer rico a uno hace pobres a veinte! –y se calló de nuevo-
Mientras regresaba a Zaragoza, Paco seguía pensando en las familias condenadas al pago de la hipoteca del piso durante toda la vida y al pago del coche y la gasolina de cada día para ir al trabajo, a PLAZA o Puerto Venecia para comprar, y los chicos y las motos y los accidentes y las horas perdidas en los desplazamientos y en la mala leche que se hace al volante… Allá por Cuarte o Cadrete una urbanización encaramada en el escarpe de yesos sobre el Huerva dibujaba una cremallera monótona en el paisaje de la estepa zaragozana. Un enorme cartel publicitario anunciaba una nueva promoción de chalets adosados: "Viva en plena naturaleza a diez minutos de la ciudad".
De aquel paseo Paco regresó muy triste. Paco murió el año que estalló la burbuja inmobiliaria.

09 diciembre 2012

El anciano del cazamariposas




Después de comer, la siesta era obligatoria en aquel verano de fuego. Sin sueño y a oscuras, aquel el rato era muy aburrido. Pero se estropeó la persiana y quedó despejado el agujero de la cuerda verde en el marco de la ventana. Desde ese momento en el techo del cuarto oscuro se proyectaba la imagen de la calle. Pasó el tío Perico con su burro camino del huerto y vimos su figura inversa en la pantalla encalada moviéndose lentamente al ritmo cansino que marcaba el choque de las herraduras sobre el empedrado. Esperando nuevos protagonistas quedábamos finalmente dormidos panza arriba.
La misma programación se repetía día tras día del ardiente verano de aquel pueblo en el que nada pasaba salvo la monótona marcha del burro del tío Perico.
Un día, dormitando, nos despertó el ruido de un trote y ruedas. En la pantalla encalada vimos un anciano vestido de blanco sobre una calesa tirada por un caballo. El anciano, muy elegante, se protegía a pleno sol de la lluvia inexistente con un paraguas blanco y, para colmo, llevaba apoyado en el hombro un enorme cazamariposas.
-¿Quién es ese señor, tía Margarita?
- Es el amo.
-Ah! Contesté sin entender nada.
Mi madre me explicó que el anciano era el conde, propietario de la mayor parte del olivar, de la huerta, de las viñas, de los ganados y de prácticamente todo el monte de aquel pueblo olvidado. Seguía sin entender nada de por qué era el amo.
El venerable anciano vivía en Madrid y cuando venía en verano le gustaba recorrer sus propiedades a caballo. Para proteger su piel blanca utilizaba un parasol blanco.
Resuelto el misterio del paraguas blanco, seguía sin entender la razón del cazamariposas.
Años más tarde, consultando documentación para mi tesis doctoral, descubrí que el elegante anciano del cazamariposas era un reconocido entomólogo y el Presidente de la Sociedad Española de Ciencias Naturales, nada más y nada menos .
Sigo comprender por qué él era el amo de tantos pobres y qué hacía tan gran sabio con tantos ignorantes.