Después de comer, la siesta era obligatoria en aquel verano
de fuego. Sin sueño y a oscuras, aquel el rato era muy aburrido. Pero se
estropeó la persiana y quedó despejado el agujero de la cuerda verde en el
marco de la ventana. Desde ese momento en el techo del cuarto oscuro se
proyectaba la imagen de la calle. Pasó el tío Perico con su burro camino del
huerto y vimos su figura inversa en la pantalla encalada moviéndose lentamente
al ritmo cansino que marcaba el choque de las herraduras sobre el empedrado.
Esperando nuevos protagonistas quedábamos finalmente dormidos panza arriba.
La misma programación se repetía día tras día del ardiente
verano de aquel pueblo en el que nada pasaba salvo la monótona marcha del burro
del tío Perico.
Un día, dormitando, nos despertó el ruido de un trote y
ruedas. En la pantalla encalada vimos un anciano vestido de blanco sobre una
calesa tirada por un caballo. El anciano, muy elegante, se protegía a pleno sol
de la lluvia inexistente con un paraguas blanco y, para colmo, llevaba apoyado
en el hombro un enorme cazamariposas.
-¿Quién es ese señor, tía Margarita?
- Es el amo.
-Ah! Contesté sin entender nada.
Mi madre me explicó que el anciano era el conde, propietario
de la mayor parte del olivar, de la huerta, de las viñas, de los ganados y de
prácticamente todo el monte de aquel pueblo olvidado. Seguía sin entender nada
de por qué era el amo.
El venerable anciano vivía en Madrid y cuando venía en
verano le gustaba recorrer sus propiedades a caballo. Para proteger su piel
blanca utilizaba un parasol blanco.
Resuelto el misterio del paraguas blanco, seguía sin
entender la razón del cazamariposas.
Años más tarde, consultando documentación para mi tesis
doctoral, descubrí que el elegante anciano del cazamariposas era un reconocido
entomólogo y el Presidente de la Sociedad Española de Ciencias Naturales, nada
más y nada menos .
Sigo comprender por qué él era el amo de tantos pobres y qué
hacía tan gran sabio con tantos ignorantes.
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