13 abril 2010

Atardece, mi paisaje.

La nieve anda hecha jirones por los cabezos del Moncayo y asoma ya impúdico el roquedo oscuro. La primavera duerme tardía en el somotano pardo. Sólo el cereal verdea brillante a lomos del glacis sabiamente parcelado. Los robles no se han desprendido completamente de las hojas de ladrillo viejo. Las hayas son globos de esqueleto blanco y puntas sonrojadas como mejillas de una adolescente vergonzosa. Los pinos silvestres, bien peinados, abanderan sus ramas señalando Zaragoza. Los pájaros han sembrado la Peña del Cucharón y apenas se han ido las nieves, entre las festucas aún secas, apuntan miles de narcisos. Algunos agitan ya sus campanillas mudas y solo dan sonido a los ojos que cantan amarillo y vida.


Los conglomerados rugosos balbucean mensajes geológicos con su lenguaje de sombras y luz rasante mientras crepitan las botas inestables en la glera.

Los filamentos de la saxifragas desagregan toscos prismas y adornan las fisuras con cornucopias mínimas de botones rojos y verdes. Los líquenes pintan de naranja y amarillo los muros. Las festucas forman un manto almohadillado de raíces y briznas secas que el frío no deja descomponer.

Refresca, el viento azota... es hora de volver a casa. Al pasar por la Cruz Negra de Veruela miro si Becquer ha olvidado en las gradas oscuras alguno de sus libros. ¡Vamos, vamos... que ya es de noche!.

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