Paisaje minimalista y sublime de Monegros. Laguna de la Playa.
Contemplar el territorio como paisaje significa introducir una clave de comprensión, mirar al mundo desde la inteligencia y la sensibilidad, para intentar descubrir el significado de la naturaleza y el ser humano, para sentir la vitalidad del universo en el propio latido.
Dice Miguel de Unamuno que "no es sólo como alimento de estómago, y por su gea y clima y fauna y flora, como nuestra tierra nos moldea y hiere el alma, sino como visión, entrándonos por los sentidos". El estudio del paisaje como visión integrada del conocimiento con la dimensión intangible de los valores afectivos, simbólicos y de identidad, no suele ser abordado en su conjunto, a pesar de su inminente necesidad y utilidad en la planificación y ordenación del territorio. Los separados mundos de artistas y los científicos, distorsionan sectorialmente el adecuado análisis conocimiento, imagen y vivencia humana del paisaje.
Pocos paisajes de la Península Ibérica tienen la personalidad de Monegros. El paisaje de Monegros, mucho más rico y diverso de lo que un viajero apresurado pueda suponer, tiene como clave la luz. Una luz deslumbrante, inmensa, que ciega las sombras. Y junto a la luz, un panorama infinito, un cielo inmenso, una tierra que se reduce a veces a un trazo minimalista horizontal. La perspectiva se pierde si no está subrayada por el punteado oscuro de las sabinas que acentúan la profundidad. El destello de las salinas, las mieses rizadas por el cierzo o el suelo desnudo de la geología tienen una eficacia estética inusual y de primer orden.
Hay que adentrarse sólo en la laguna de la Playa cuando está seca. Y caminar con la sal crujiendo bajo los pies, dejando los negros círculos vegetales atrás, pisando los craquelados groseramente hexagonales de la tierra reseca con los contornos blanco sobre negro o negro sobre blanco, depende de la humedad. Y meterse dentro y ver la estrecha franca de tierra oscura que circunda como una cinta la bandeja de sal deslumbrante. Y mirar al cielo, inmensamente azul con filamentos de nube peinados por los vientos en altura. Tú, sólo. ¡Grandioso!
Pero hay otra escala para aproximarse al paisaje, la del ser humano de estas tierras que con poco más que sus manos ha creado un espacio para vivir. Sus huellas tienen la sencillez sublime de la supervivencia.
Una huella humilde y mineral se encuentra en los muretes de piedra junto a las cabañeras para protegerse del viento, en las cabañas con bóveda falsa de piedra seca, en los montones de piedras en los linderos de los campos, porque aquí las piedras crecen y tienen que sacarse de los suelos de labor, en los muros de las casetas y corrales con losas de costra o mallacán en disposición espigada. Son minúsculos monumentos levantados a la vida dura y al hambre. Son la verdad de la vida en otros tiempos.
Hay otros monumentos, más significativos si cabe, regulados y mantenidos con religioso respeto hasta hace cuatro días. Son los monumentos al agua. Los pequeños pozos sin más infraestructura que unas filas de piedras cerrando un círculo interrumpido por un portillo por el que entrará el agua recogida por un surco labrado en la ladera, si llueve, y una pila labrada en una piedra más grande que servirá de abrevadero. Las balsas hermosas y casi sagradas como la Balsa Nueva de Candasnos con sillares cuidadosamente tallados para el abastecimiento humano. Las balsas abiertas, grandes y redondas para el ganado y las mulas. Las sucesivas limpias dejaron como testimonio los turrumperos, acumulaciones arcillosas con forma de caballón anular en torno a los pozos y balsas.
Agüeras, fregenales, cañadas, corrales, casetas, cabañas, caminos, balsas, topónimos, reglamentos,... un universo mínimo, la verdad de milenios de esfuerzos para vivir donde muchos sabios y poderosos caerían muertos de hambre y de sed.
Quizás estos valores no sean unánimemente celebrados, pero su fuerza está ahí, esperando como el arpa dormida la mano de plata. El espectador que deguste algo más que los modelos dominantes en clave verde y agreste, podrá vibrar, como muchos ya lo hacen, ante el impresionante y sencillo paisaje monegrino.
De este modo el paisaje, como elemento estético y expresión de una armónica relación de elementos naturales y culturales, se convierte en una variable de importancia considerable en el estudio del territorio, considerada como un recurso y como un bien patrimonial que es preciso usar y gestionar adecuadamente.
A pesar de su apariencia dura, el paisaje de Monegros es extremadamente frágil y especialmente por su gran amplitud panorámica en la que cualquier interferencia visual llama poderosamente la atención del espectador. Las trazas de los flujos naturales son sutiles hasta el extremo y requieren conocimiento y sensibilidad para mantenerlas. Las obras humanas son tan sencillas que escapan de los inventarios de patrimonio. Los viajeros van tan rápidos, tan encerrados en sus cofres metálicos con aire acondicionado, que para ellos el paisaje muere. Y lo matan, porque el paisaje sólo es tal cuando los ojos lo miran y el corazón se enamora de su verdad. Monegros es luz y verdad.
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