La tragedia de Haití me ha hecho buscar unas notas en mi cuaderno de viajes. Comparto mi experiencia en este blog para que se conozca el escenario sobre el que se ha producido el seismo. No me quiero imaginar lo que ocurre alli. Solo deseo que esta catástrofe sirva como oportunidad y que desaparezca tanta miseria de este querido rincón del mundo. TIENE QUE SERLO!!!
"2/02/04. Puerto Príncipe.
Estoy en Puerto Prícipe, Haiti, me alegro mucho de haber venido a este apartado rincón del mundo, donde no está recomendado viajar, salvo por motivos muy especiales y con protección. Afortunadamente reúno las dos condiciones. Acabo de entrevistarme con el Ministro de Exteriores y el embajador para asuntos con la Unión Europea, acompañado por el embajador español en Haiti. Le he expuesto el planteamiento de nuestra Expo y ha valorado muy positivamente que el contacto se haya realizado en persona. No están acostumbrados a este tipo de atenciones, a los pobres no se les suele visitar.
Estoy en Puerto Prícipe, Haiti, me alegro mucho de haber venido a este apartado rincón del mundo, donde no está recomendado viajar, salvo por motivos muy especiales y con protección. Afortunadamente reúno las dos condiciones. Acabo de entrevistarme con el Ministro de Exteriores y el embajador para asuntos con la Unión Europea, acompañado por el embajador español en Haiti. Le he expuesto el planteamiento de nuestra Expo y ha valorado muy positivamente que el contacto se haya realizado en persona. No están acostumbrados a este tipo de atenciones, a los pobres no se les suele visitar.
No he podido cerrar los ojos, a pesar de que en muchos momentos me hubiera gustado hacerlo. En plena zona tropical, las laderas están desnudas de vegetación, la erosión es terrible y lo más terrible es que crecen casas en lugar de árboles.
La demografía está desbordada, a pesar de una mortalidad infantil superior al 80 por 1000 y una media de esperanza de vida de poco más de 50 años. Las calles de esta ciudad de más de dos millones de habitantes apenas si son malos caminos carreteros, algunos son auténticas torrenteras por las que fluyen líquidos indescifrables entre trapos, chatarras y basuras. De las presuntas calles salen senderos que son los únicos accesos a populosas barriadas. La gente, especialmente los niños y las mujeres llevan cubos y bidones de agua a largas distancias y forman colas desde las fuentes hasta sus casas colgadas en laderas empinadas.
Los talleres, los puestos de venta de ropa, fruta o cuadros ingenuos y coloristas se agolpan en las calles principales. Donde hay un punto de agua también se lava la ropa con menos jabón, si cabe, que agua.
Estamos en la estación seca pero se ven los rastros del agua torrencial que desciende con piedras, barro y basuras desde la parte alta. A veces también arrastra un grupo de casas y sus habitantes, dejando una cicatriz árida entre construcciones rampantes y en equilibrio imposible. Todas son grises y monótonas como el cemento de los bloques del material de construcción. Los muretes que delimitan las zonas más cuidadas y ricas son de piedra en la base, tenían la función de marcadores de la propiedad, pero ahora han sido levantadas con bloques y alambradas para servir de muralla que de un poco de seguridad.
Ernesto Mayoral, un joven de Villamayor que trabaja en la Cancillería, me ha acompañado desde el aeropuerto al hotel. Me presentaba la ciudad con referencias a Zaragoza. Describe el paisaje de las montañas como el Monegros del Caribe.
-Mira, Paco, esta calle es equivalente a una bocacalle de la Gran Vía. Este comercio es como el Corte Inglés de aquí. A veces se puede comprar leche Kaiku o Parmalat al triple de su precio en España. Un día encontré Navidul.
Mejor no mirar. Un surco de erosión labra media calle. El vehículo todo terreno se mueve con dificultad. A la embajada enviaron un mercedes que hubo que vender porque no daba para reparaciones de tubos de escape.
La gente es un hormiguero que sube y baja constantemente, otros, sentados en el suelo, comen algo en una especie de fiambrera que da poco.Sin embargo, las flores son una delicia que escapa por encima de los muros y recuerda que hay vida y hermosura por encima y a pesar de toda miseria.
El cielo es precioso.
Con el corazón en carne viva, trato de dormir.
3/02/04. De nuevo en Santo Domingo.
En Puerto Príncipe, el día ha comenzado temprano, por la noche han aullado los perros, ahora cantan los gallos. La gente sube de nuevo por las calles empinadas con cadencia eficiente, un paso aparentemente lento pero rítmico y constante. Pronto, a las seis y media han ido apareciendo los escolares con sus uniformes impecablemente limpios. Las niñas llevan varias coletitas con copos de algodón blanco, como sus dientes en las caras morenitas. Camisas y blusas amarillas y pantalones o faldas grises. Los limpiabotas de la calle repasan los zapatos brillantes de los escolares. Muchos se han lavado con unos vasos de agua de la que fueron a buscar la noche anterior. Son muy limpios.
Algunos comienzan a cocinar algo en fuegos en plena calle. Las cazuelas son latas de tres a cinco litros. Los coches colectivos abarrotados de gente suben en una fila interminable y con frecuentes atascos.
Ernesto sigue hablando de Zaragoza y de amigos comunes, salpicando la conversación con notas comparadas y referencias a Juslibol y el ACTUR.
La música es muy diferente a la de Sto. Domingo. Es más negra, más espiritual, muy africana.
En el aeropuerto me encuentro con unos cooperantes de una organización internacional que se ocupa de los niños. Tienen pinta de yankis benéficos y muy viajados. Les deseo suerte en su empeño.
Vuelo en una avioneta que me recuerda el “cuatroele” con el que hice la tesis por el Moncayo. Las puertas ajustan y vibran igual.
Al llegar al aeropuerto de Sto Domingo, de nuevo el lío de inmigración, pasaporte y el consiguiente sablazo de 20 dólares sin ningún recibo. Lo pedimos, pero se niegan a darlo.
Me preguntan por la razones para ir a Puerto Príncipe. Les respondo con la verdad y se echan a reir. No se lo creen, gastan bromas entre ellos y comienzan a revolver mi maleta. Cuando ven la documentación, los folletos y el traje oscuro, comprueban su error y se quedan sorprendidos porque viajo solo. “Mire –me dicen- es usted muy blanquito y huele a dólar, tenga cuidado”. Me dan más miedo ellos que la calle.
Porfirio, un chofer del ministerio, disfruta de su jornada libre y me espera desde hace dos horas, me lleva a su casa y me presenta a una de sus hijas. Un cielo de doce años. Me habla de sus otros hijos tenidos con su actual esposa y me los muestra en fotografías de graduado que adornan las paredes de su pequeño apartamento. Se lo dio el Gobierno cuando expropiaron sus tierras y su casa para hacer el Faro de Colón. Porfirio me hace prometerle que le llamaré cuando llegue a España para confirmar que he llegado bien casa. Me da el número de teléfono de su vecina. Su hija escribe en un papelito: NELSON Porfirio, XXX-XX16. Ayer llovió y la escalera de la casa tiene todavía algunos charcos. Hay virutas en el pasillo colectivo, me explica que alguien esta arreglando algún mueble y que luego lo dejará todo limpito. Cuatro chavalines de 2 a 4 años juegan en la escalera cuidados por una abuela. Estaban para comerlos.
Buen tío, este Porfirio. Habla bien y con precisión de asuntos políticos y de economía doméstica, de la que es un auténtico figura. Sabe los jalones (5 Kg) de arroz que se comen en casa, habla del precio del combustible, de los salarios estancados y de la subida de los precios. Me da todo lujo de detalles. Se la gana una buena propina".
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